Hay momentos en la vida que el inevitable destino nos obliga de manera brutal y despiadada a tomar decisiones que jamás imaginamos y que nos cambian, en un abrir y cerrar de ojos, toda nuestra existencia. Algunos dicen que el destino está escrito desde el mismo instante en que Dios nos permite nacer, y que lo escribe derecho en renglones torcidos.
No comprendo por qué Dios escribió mi destino de esta manera.
Vivía tranquilo, en un lugar de ensueño, donde todos nos conocíamos y podíamos caminar por las calles sin sentir el más mínimo miedo; aunque, paradójicamente nuestro país era azotado por una ola de violencia, que por fortuna no había tocado las puertas del poblado.
Todo cambió de un momento a otro, de la noche a la mañana, en un segundo.
Un día cualquiera, gente extraña empezó a rondar el pueblo. Visitaban las cantinas, bebían licor y no hablaban con nadie, sólo observaban cual buitre que surca los cielos para lanzarse abruptamente sobre su presa y fue eso lo que hicieron. Una noche mostraron sus garras, sus armas y dejaron ver una lista de personas indeseables, según ellos, a las cuales conminaban a salir en menos de veinticuatro horas del poblado o morir por la osadía de desobedecer su perverso e inhumano mandato.
Mi nombre estaba ahí.
En mi interior revolotearon una serie de sentimientos contradictorios que me impedían entender o aceptar la situación. Quise revelarme; pero el instinto de supervivencia y el pánico característico que se produce ante una amenaza de muerte me indicó que el único camino posible y seguro era acatar la absurda y cruel orden.
Apenas tuve tiempo de despedirme de mi familia. Mis padres no comprendían por qué yo estaba escriturado en esa atroz e infame lista. Ver sus lágrimas era como si miles de puñales me atravesaran el cuerpo, sin anestesia y sin poder evitarlo. A mi novia no pude decirle adiós y mucho menos darle el último beso.
Escapé a pie, atravesando los matorrales, evitando el camino de herraduras que desemboca a la carretera estatal. Tal vez fueron veinte o treinta minutos de travesía; pero para mí fue una pesadilla que parecía no tener fin y que con cada minuto que transcurría se volvía más despiadada. Cuando alcancé la vía principal, la angustia se incrementó al comprobar que ningún automotor pasaba a esas horas de la noche. No había quién me ayudara a escapar del infierno en que me hallaba sumergido por culpa de unos malditos terroristas que se habían apoderado del pueblo.
Me sentí impotente ante la situación. No sabía qué hacer ni para dónde coger. Quedarme a la orilla de la carretera era una opción peligrosa; pero quizás era lo único que podía hacer en esos momentos. Decidí correr el riesgo y me escondí agazapado en la maleza a esperar el amanecer, ilusionado en que algún automotor me recogiera.
Durante la espera tuve miedo, mucho miedo. Sentí que la muerte me rodeaba de manera inexorable y salvaje. Me imaginaba que los facinerosos rastreaban mis pasos como fieras salvajes tratando de capturarme para asestar el golpe mortal que acabaría con mi existencia.
Por fin, un autobús se detuvo. Nervioso me monté en él sin saber exactamente para dónde iba ni cuándo llegaría a ese lugar desconocido; a la larga, eso no importaba. Daba lo mismo estar en cualquier sitio, porque donde estuviera, mi corazón iba a estar desgarrado, sangrando y añorando todo lo que fui y ya no era.
Cuando el conductor anunció “hasta aquí llego”, me bajé del autobús para enfrentarme a un destino que no había elegido; pero que tenía que afrontar si quería seguir viviendo. Cerré los ojos, con fuerza, deseando que al abrirlos me hallara de nuevo en el poblado, que todo fuera un sueño, una horrible pesadilla; sin embargo, cuando lo hice, nada cambió.
La realidad era dura. Me encontraba en una ciudad extraña, lejana y desconocida, con un clima diferente que me golpeaba con rudeza y para el cual no estaba preparado.
De nuevo, la misma disyuntiva. ¿Para dónde coger? ¿Qué hacer? No conocía nada ni a nadie en esta ciudad. No podía pedir ayuda a cualquier extraño, ¿Acaso alguien me la brindaría? No creo. Tenía que sobrevivir a como diera lugar. Revisé mis bolsillos. Encontré unos cuantos billetes con los cuales compré ropa apropiada y alquilé una habitación en un modesto hotel.
Esa primera noche fuera de mi terruño fue terrible. No concilié el sueño y la cama parecía una paila caliente donde no podía recostarme por mucho tiempo porque apenas cerraba los ojos me transportaba al poblado y veía escenas dantescas, llenas de violencia y sangre. Cuerpos mutilados esparcidos por las calles y aves de carroña sobrevolando para en cualquier momento lanzarse sobre ellos y destrozarlos sin clemencia.
Qué momentos tan oscuros viví en esos primeros días. No dejaba de pensar en mi pueblo, en mi gente, en la vida que unos malhechores me arrebataron sin compasión, sin piedad, y la cual quería recuperar de cualquier forma. Pensé que las autoridades podrían ayudarme; pero no fue así. Un funcionario me recomendó que me olvidara de mi tierra porque la guerra sucia en esa región del país se había agudizado a niveles insoportables hasta el punto que el número de muertos ya era considerable, a pesar de los esfuerzos que el gobierno hacía para detener la violencia.
Soy consciente de que, si el gobierno no podía hacer nada para recuperar la tranquilidad en mi terruño, yo estaba condenado a ser un exiliado durante el resto de mi existencia, porque todo se resumía en una palabra: sobrevivir. Tendría que olvidarme de mis costumbres y acoplarme a una cultura ajena a la mía, lejos, quizás en el extranjero, para así asegurarme de que los siniestros tentáculos de los autores violentos no me atrapen y evitar que apaguen mi vida en contra de la voluntad de Dios.
La idea del exilio eterno resonó en mi mente durante varias semanas como un martillo que golpea sin cesar las campanas de una iglesia. Quería olvidarla, desecharla, tirarla a un cesto de la basura; pero no podía. ¿Cómo hacerlo? Si cada día que paso lejos de mi tierra, de mi gente, es un calvario, una procesión que llevo por dentro y que me está consumiendo en vida.
Las opciones se cierran, los violentos cada vez están más cerca, dejando una sola puerta posible: tomar un avión y volar con tristeza a una tierra donde recibiré el rótulo de exiliado. No sé cómo me recibirán, si seré bienvenido o rechazado; lo único cierto es que seguiré con vida, y mientras haya vida, quedan esperanzas.
La puerta del avión se abrió.