Desde las costas de Noráfrica habían llegado. Obadiah pensó lo contrario, que se habían ido. Lo sabía con certeza. No serían bienvenidos y para aumentar sus pesares, en su nación se los consideraban mal idos.
El Mediterráneo, con sus extensiones sin fronteras siempre fue mucho más real que aquellos mojones divisorios que separan las naciones. Solo en costas y cordilleras pueden verse espacios cortados, serruchado como con la mano, tan irregulares en sus formas que resultan más reales que esas líneas puntadas de rectitud imposible que suelen verse en los mapas. Sabía que solo era eso, límites trazados por la burocracia y por fanatismos territoriales. Imaginaciones colectivas que de tanto repetir y machacar, para la enorme mayoría ya se habían vuelto ciertas.
Escaparon en esa balsa comunitaria de condiciones precarias, soportaron hambre y frío. Pero el miedo era el enemigo más traicionero. Si te dejabas dominar por él, más valía darte por muerto. Lo sentía en carne propia cada día y en los momentos de angustia, se dotaba de palidez esa negrura exquisita que solo suelen exhibir los marfileños.
En la barca algunos enfermos se hallaban dormidos. Su extrema debilidad podía hacerlos pasar por muertos. Eso no era lo más grave. Algunos cuerpos que parecían entregados en descanso, eran espíritus que ya se habían ido. Objetivo no logrado.
A sus treinta, Obadiah sabía que no venía a cosechar riquezas. Jamás llegaría a estrella de balompié, no podría revalidar las materias de su carrera y sus ahorros se habían volatilizado con el exilio a nombre de otro que se llamaba igual que él, pero era mucho más invisible del hueco que con su partida provocó en familiares y amigos.
Tan solo la supervivencia, sobrevivir día a día y seguir una y otra vez atravesando fronteras. No era que pensaba llegar hasta Lituania. En España detendría el carruaje de su cuerpo e intentaría alimentar esos caballos de fuerza y en la medida de lo posible, evitar que los llevaran al matadero.
Desembarcaron lejos del Puerto de la Rada. El Parque Natural del Estrecho le parecía una inmensa isla de fantasías y ensueños con sus costas escarpadas y una densa vegetación lindera a las arenas en que arribaron. Sabía que el romance sería breve y duraría hasta que llegaran las milicias. Algunos tenían prisa por huir. Él prefería esperarlos y jugar a cara cruz su destino de la mano y la venia del comandante del grupo. Si era un buen tipo o un gamberro era fundamental para seguir su camino. ¿Hacia dónde? Tenía una vaga idea de llegar a Barcelona. El motivo, que sus hijos eran fanáticos de Messi e Iniesta y que allí había mejores pasares, pero tampoco estaba nada mal la capital madrileña. Sabía que su negrura sería mejor recibida en ciudades cosmopolitas que en las rutas de los labriegos. También ocurría lo mismo en su país y en todos los sitios del mundo. El racismo iba cediendo allí donde había cultura. No mucho, pero lo suficiente para dar algún respiro a aquellos que tenían el estigma de extranjeros y refugiados. No se trataba de turistas, ellos siempre eran bienvenidos y se los recibía con una sonrisa, que en el peor de los casos solía resultar forzada como los buenos modales que exhibía el comerciante, fingiendo interés por su procedencia aunque solo tuvieran en mente los euros que le proveerían. Incluso aún con dinero, el respeto sería breve, los prejuicios crean historias deformadas de dineros mal habidos y sórdidos personajes que si habían huido de su patria era porque algo habían hecho.
Puso pies sobre la tierra. Le sobrevino un fuerte mareo. Era el opuesto al esperado. Su cuerpo se había adaptado al oleaje espeso y el aire denso y salado. Era como un astronauta que pisaba con cuidado. Más bien se sentía un alien, que no significa otra cosa que extranjero.
Se recostó en la arena como Cristo crucificado hacia el cenit. El cansancio no le impedía levantarse pero no quería hacerlo. Mas debía. Algunos desesperados saltaron antes de tiempo y sin dudas se ahogarían si no fuera por su nado y el de otros compañeros.
Una tenue espuma besó sus pies. Era un bautismo inverso. Tuvo sensaciones encontradas. Huir de los mares y no volver a verlos jamás en su maldita vida, también deseaba retornar por donde había venido y toparse en su camino con una ínsula desierta, de selvas internas generosas en alimentos y agua potable. Una tierra no reclamada por hombre alguno, que sin dudas sería su reino. No tendría ni un vasallo salvo él mismo, soberano y esclavo de un sitio signado por una soledad libre, donde el océano lo hiciera sentir tan pequeño que sería como una hormiga, negra por supuesto. No era ninguna pesadilla, al contrario, era un sueño. La grandeza solo nos ata más al suelo, nos hace más pesados y torpes, nadie sabe de un oso pardo que haya cazado una gacela.
Se zambulló y no fue necesario bracear demasiado. La mayoría estaba a escasos metros, donde cualquier bañista haría pie, más sus músculos no respondían y corrían el riesgo de perecer a muy pocos metros de la meta. Ayudó al grupo de cuatro. Al dejar al primero a salvo tan solo quedaban dos. Podía suponer que otro lo había rescatado, pero sabía que no era así. Llegaría por la noche, cuando subiera la marea, y no habría nadie para recibirlo ni aplaudirlo por tan ardua maratón, de esas que ganan los negros que están acostumbrados a correr, seguramente escapando de la ley. Al cuerpo del recién hundido no le haría mella la situación de soledad ante el inclemente anonimato de la noche. Su cuerpo alcanzaría la línea de llegada sin cumplir el objetivo. Descalificado bajo todo punto de vista. Que para eso están hechas las reglas, como las fronteras que acaban de irrumpir y sin embargo no las sentía. Un dejo de rebelión se alzó en su mente. Él tenía el mismo derecho que cualquiera a estar allí por la simple condición de ser viviente. Las fronteras eran una excusa decadente. Miren si el mar se iría a detener y el oleaje rebotara contra una pared invisible, discriminando qué porción de su extensión correspondía a la costa gala o germana. Eso era tema de la raza humana. Que al trazar separaciones no hace otra cosa que poner límites a su andar y confunde nuestras emociones suponiendo que el horizonte es un lugar extraño e inasible.
La guardia fronteriza llegó al lugar. Un prefecto se acercó de buenos modos pero firme. Hablaba un castizo cerrado pero con esfuerzo le resultó comprensible. Trasladarían al contingente a un campo de refugiados. Aquellos en mejor estado y con papeles que permitieran establecer antecedentes, ingresarían al país tras un arduo papeleo. Los otros recibirían platos, abrigos, y un lugar donde dormir, pero no hizo falta decir lo que todos ya sabían. Que estaban echados a su suerte y en la mayoría de los casos, serían echados a secas.
Una mujer habló en baulé, un idioma del oeste de su país que nuestro héroe conocía a la perfección. Imploraba que alguien se hiciera cargo de su sobrino. La madre yacía sin vida a la vera del lanchón. Un suboficial le preguntó si era su hijo. Obadiah giró la vista y respondió en afirmativo. Acababa de adoptar a un niño apenas habiéndolo visto. Ni siquiera sabía su nombre. “Aylan” respondió el pequeño. Un silencio de recogimiento atravesó por igual al africano y al europeo. Fue entonces cuando Obadiah confirmó su teoría. Las fronteras son pura mierda, lo que existe son las culturas, los idiomas, las costumbres y por supuesto el viejo tándem del poder y el dinero, que termina estropeando todo. Lo demás son habladurías.