160 PULSACIONES, José Luis Álvarez Cedena

Los músculos de la mandíbula tensos, la cabeza erguida, la zancada larga, grácil, con la velocidad justa, el braceo enérgico y rítmico: una máquina perfecta acelerando cada vez más. Un cuerpo exigido al límite. Cinco segundos, diez, quince… La arrancada poderosa siempre fue uno de sus puntos fuertes.

-Corre Moussa, corre

-No escupas nunca contra el viento Moussa. Porque te acabarás salpicando.

-¿Y si escupo más fuerte que el viento papá?

El padre le mira divertido. Moussa tiene diez años. Es flaco pero fuerte. Mientras caminan de la mano el niño patea cada piedra que encuentra levantando nubes de polvo que colorean sus pies.

-¿Eh papá? ¿Qué pasaría si escupo más fuerte que el viento?

El padre se detiene y reflexiona. Le gusta pararse y hacer como si su hijo le estuviera planteando preguntas muy difíciles de responder. El niño, impaciente, tironea de su mano esperando la respuesta. Finalmente el padre, poniendo los ojos en blanco, comienza a hablar muy despacio…

-Bueno… en ese caso… tendrías que fijarte muy bien dónde apuntas. Porque un salivazo con tanta potencia podría perfectamente volar varios metros. ¿Recuerdas al tío Ousman? ¿El hermano pequeño de mamá? ¿Por qué crees que le falta un brazo?

-¿Por qué? Nunca quiere hablar de eso…

-Bueno… él una vez escupió tan fuerte que la saliva voló varios cientos de metros, con tan mala suerte que fue a caer en la orilla del río justo… en el ojo de un cocodrilo.

-¡No te creo! Ousman es un enclenque. No podría hacer eso nunca.

-Y ese cocodrilo no era de los pacíficos… en cuanto le cayó el salivazo salió disparado hacia el pueblo y arrancó de un tremendo bocado el brazo a tu tío. ¡Fue un mordisco así de grande!

El padre abre sus brazos imitando las mandíbulas del reptil y corre detrás de Moussa, pero al poco abandona. El crío es rápido como un guepardo y él no está para muchas carreras.

Al tomar la primera curva Moussa nota que sus músculos ya están calientes y se prepara para subir el ritmo. Una brisa húmeda y salada le recuerda la cercanía del mar.

-Corre Moussa, corre…

Los entrenamientos en la playa son sus favoritos. Trota el primero, descalzo sobre la arena, muy suavemente. Sus compañeros son jóvenes y bellos como él. Todos están desnudos de cintura para arriba. Sus cuerpos relucen por el sudor.

-Corre Moussa, corre…

A la señal de su entrenador aumenta el ritmo y alarga la zancada. Solo unos pocos le siguen. Cada vez menos a medida que pasan los minutos. Al final solo Ahmed mantiene el pulso. Ambos se miran cómplices. Ahmed hace un gesto con la cabeza y desvían su carrera hacia el mar. Los dos se zambullen entre risas y una vez dentro juegan a hundirse uno al otro.

-Corre Moussa…

Alguien le anima a su espalda. Se pega al interior como le enseñó su entrenador para acortar algunos metros que sabe pueden ser decisivos en el esfuerzo final. Ojalá padre le hubiera visto correr en la ciudad. Ojalá hubiera escuchado su nombre en el pequeño transistor de la casa. “El Doctor” le llaman, como el viento seco y furioso que sopla desde el desierto hacia el mar. Su abuelo, le contaba padre, sabía 117 nombres distintos para el viento. Y su bisabuelo incluso alguno más. Pero ya nadie recuerda esos nombres.

Lo va a conseguir. Tiene que hacerlo. Por él y por los otros. Sobre todo por Ahmed. Recuerda muy bien el primer día que se atrevió a cogerle la mano. Han estado entrenando y regresan de noche a casa. Hacen planes, ganan medallas, corren en las olimpiadas. Caminan muy juntos y hablan en susurros porque el barrio está silencioso. Y entonces Moussa coge la mano de Ahmed y los dos se paran. Apenas distingue los rasgos de su amigo pero no le hace falta porque los conoce bien. Los ve cada día, los sueña cada noche. Ahmed va más lejos y le besa suavemente. Él entreabre sus labios y recibe el beso con avidez. Siguen caminando despacio y ya no dicen nada.

-Corre Moussa, corre…

Si lo consigue. Si pudiera ganar un par de metros más en la siguiente curva ya no le alcanzarán. Siempre ha sabido que está hecho para correr. Atiende a su cuerpo y repasa mentalmente cada punto… los tobillos flexibles, los gemelos delgados y fibrosos, los cuádriceps en plena tensión, sus caderas robustas, el pecho donde late a toda velocidad su corazón, exigido, fuerte (140, 150, 160 pulsaciones)… y la cabeza fría. Siempre calma. Con la mirada fija al frente para no perder ni una milésima de segundo. Despejada. Lo único que importa es su cuerpo y el suelo sobre el que apenas se apoya en cada pisada.

Cuando el padre de Ahmed descubre lo que hacen les amenaza con llevarlos ante el juez para que los cosan a latigazos. No pueden negar lo evidente porque el amor les ha hecho descuidados. Duermen juntos en casa de Moussa con frecuencia y en el barrio se burlan. Un día su madre quita uno de los azulejos de la pared de la cocina y saca un sobre abultado con billetes. “Vete Moussa, corre, por favor” le dice, “yo no puedo protegerte”. Y él sale de noche hacia la ciudad y luego más allá, más al norte, donde besarse no es delito.

Mientras espera al camión que le llevará lejos de aquel pueblo y de sus calles polvorientas un dolor punzante atraviesa su cerebro de lado a lado. Cae entonces en la cuenta de que Ahmed no va a acudir a su cita.

-En Europa podremos vivir juntos Moussa. Podremos pedir asilo. Y correr. Y ganar medallas. Y tener una bonita casa– le había dicho unos días atrás.

Moussa le había creído entonces. Pero Ahmed nunca se subió a aquel camión. No atravesó el desierto. No vio morir a mujeres y hombres exhaustos y desesperanzados. No tuvo que abrazar durante 14 horas a un niño aterido de frío para que el mar no lo devorase mientras lloraba llamando a su madre. No tuvo que rogar, en fin, que creyeran su historia cuando al fin alguien quiso escucharle. No tuvo que sufrir la vergüenza de pronunciar la palabra prohibida, de pedir que le acogieran en ese país extraño porque había cometido el delito de amar. No desesperó, en fin, ante las constantes negativas y la certeza final de que tendría que aceptar ser un nadie.

-Corre Moussa, corre…

Se anima a sí mismo aunque no le falta confianza. Sabe que es rápido. Quizá el más rápido. Y está cerca de la gloria. Gira la cabeza para ver dónde están sus perseguidores y cuando vuelve a mirar al frente desde su izquierda, a tan solo diez metros de distancia, un carrito de bebé empujado por una mujer que habla por teléfono aparece entre dos coches. Moussa calcula rápido las posibilidades. Si salta por encima del carro tiene muchas opciones de escapar, pero puede hacer daño a la pequeña. A la derecha un muro bastante alto impide cualquier movimiento. Así que clava sus talones para frenar en seco y casi al instante siente el peso del policía que golpea su espalda haciéndole caer de bruces. El impacto es fuerte y nota un chasquido en la rodilla izquierda. “No se te ocurra moverte”, grita el policía exhausto, sin apenas resuello después de la carrera. El impulso les ha llevado hasta los pies de la mujer que los mira asombrada e indecisa. Como si tuviera que decir algo y no supiese qué. Del carrito asoma la cara de una niña. Tiene unos dos años y sonríe a Moussa. Él, aunque nota el codo del policía entre sus omóplatos, levanta la cabeza lo suficiente y le devuelve la sonrisa.

Ha estado cerca de conseguirlo. Muy cerca. “Corre Moussa, corre…” murmura mientras se incorpora sujeto por los policías. Tan cerca, que lo volverá a intentar.

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RAISD – Reshaping Attention and Inclusion Strategies for Distinctively vulnerable people among the forcibly displaced

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